lunes, 1 de junio de 2009

Las relaciones entre ciencia y religión: el caso Galileo

EL PROCESO AL COPERNICANISMO Y A GALILEO

Ignacio Sols y Juan José Pérez Camacho

Entre los múltiples historiadores y comentadores del caso Galileo hay una voz discordante del resto: la del propio Galileo a través de sus cartas. A él han intentado acercarse los autores de este artículo, encontrándose con hechos sorprendentes, como la tenacidad con que el mismo Galileo afirmaba que en la contienda su oponente no era la Iglesia: la existencia de una liga de enemigos fue sostenida por Galileo hasta el final de su vida.

1. El proceso al copernicanismo (1616)

Empecemos por la historia. Sabido es que desde el siglo II se venía siguiendo en Astronomía el sistema de Tolomeo, que sostenía la inmovilidad de la Tierra y el movimiento del Sol y los planetas en torno a ella. Proponía como hipótesis de cálculo -y no como reales- diversas esferas celestes que daban cuenta de estos movimientos.

Cierto es que Tolomeo consideró la posibilidad del movimiento de la Tierra, pero lo desechó por no registrarse, con los instrumentos de entonces, paralaje alguno (distintos ángulos bajo los que se ven las estrellas cercanas en distintas épocas del año debido al movimiento anual de la Tierra).

Muchos siglos después, el V Concilio de Letrán pidió el cálculo exacto del año para la reforma del calendario. Se le encargó este cómputo a Nicolás Copérnico, quien en 1533 supuso para ello, al modo de los pitagóricos, que la Tierra giraba en torno a sí misma y se movía alrededor del Sol, al igual que los planetas. En el texto proponía este movimiento como real y mucho más probable que la inmovilidad de la Tierra, por su simplicidad y posibilidad de cálculo.

Copérnico encontró la oposición inicial de algunos protestantes, cuya presión le obligó a un cambio de ciudad. Parece que esta oposición se debió al ataque personal de Lutero, quien, en una tertulia de sobremesa (1), el 4 de junio de 1534, observó que la reciente teoría de la inmovilidad del Sol se oponía a su milagrosa detención narrada en libro de Josué. Por el contrario, la Iglesia Católica no se opuso, sino que más bien le animó a publicar, en 1541, su obra De Revolutionibus Orbium Caelestium. Aunque Copérnico era reticente a dar este paso, terminó publicándola y, en agradecimiento, se la dedicó al Papa Paulo III (2). Desafortunadamente la obra apareció con un prólogo del predicador protestante Andreas Osiander (2) en el que se afirmaba que el movimiento de la Tierra expuesto en el texto no se proponía como real sino como mera hipótesis de cálculo para salvar las apariencias. Como Osiander no firmó, se creyó durante siglos que aquellas palabras introductorias eran del mismo Copérnico. Este se irritó bastante a causa de aquel abuso. Desde entonces el copernicanismo se enseñó en universidades de la Iglesia Católica, por ejemplo en Salamanca, y la Iglesia lo utilizó para reformar el calendario.

Corre el año 1610. Galileo Galilei, un hombre de 46 años, profesor de Matemáticas de la Universidad de Padua, ha tenido la idea de usar el telescopio inventado por los vidrieros belgas para mirar el cielo nocturno, y publica en su Sidereus Nuntius sus hallazgos: la rugosidad de la Luna contradecía la esfericidad perfecta de los astros supuesta por los aristotélicos, y los satélites que acompañan a Júpiter en su movimiento muestran que bien puede trasladarse la Tierra sin perder por ello a la Luna, desarmando así una objeción típica contra el copernicanismo.

El benedictino Castelli, antiguo alumno y siempre amigo predilecto de Galileo, le advierte que el heliocentrismo predice fases en los planetas más cercanos al Sol: Mercurio y Venus presentarían cuartos creciente y menguante. Galileo observa en Venus estas fases, haciendo uso de su telescopio, y descarta definitivamente el sistema tolemaico.

Esto es aceptado y celebrado en 1611 por Clavius y los demás astrónomos jesuitas del prestigioso Colegio Romano. Cuatro de ellos responden positivamente (3) a una consulta del Cardenal Bellarmino, a quien han llegado las primeras protestas contra el científico. Galileo es homenajeado en el Colegio Romano y recibido por el Papa Paulo V.

Pero pronto se convierte en blanco de envidias entre algunos astrónomos tolemaicos por el éxito universal de su Sidereus Nuntius, y sobre todo en blanco de recelos por su confutación del sistema de Tolomeo. Galileo siempre pensó, y hay pruebas de ello, que estos enemigos constituyeron una liga contra él (4), Y no pudiendo rebatirle en el terreno científico, intentaron pasar la pelota a la Iglesia revolviendo las viejas acusaciones luteranas contra el copernicanismo en materia de Escritura. Se trataba de convencer a algunos sacerdotes para que predicaran contra esta doctrina, y tras intentos fallidos con algunos que se negaron (5), lograron que los dominicos Lorino y Cacini condenasen desde el púlpito las ideas de «Ipérnico, o como se llame», y acusasen luego a Galileo ante el Santo Oficio. Así pues, como señala acertadamente Olaf Pedersen (6), el golpe de 1616 iba dirigido sólo contra Galileo, el cual resultó ileso, recibiendo el golpe el copernicanismo.

Galileo responde asesorándose por el Cardenal Conti (7) sobre la tradición interpretativa de la Iglesia, y escribe un ensayo, la Carta a Cristina de Lorena, mostrando con citas de Tertuliano, San Jerónimo y San Agustín que las opiniones sobre teorías «estrictamente naturales» no pueden ser materia de fe o herejía: el hagiógrafo se expresa en esos pasajes al modo y parecer de la gente de su época, gente que ignoraba por ejemplo -recuerda San Agustín- hasta la misma redondez de la Tierra. Repite Galileo lo que solía decir el Cardenal Baronio: «la Escritura no nos enseña cómo van los cielos, sino cómo se va al cielo».

Al frente del Santo Oficio se encontraba el antes citado Cardenal Bellarmino, jesuita, teólogo culto y de gran influencia, que poseía una cierta formación científica como antiguo profesor de Matemáticas. Desgraciadamente, no pudo ser asesorado esta vez por Clavius, jesuita flexible e inteligente, y de inmensa autoridad científica (participó en la reforma gregoriana del calendario), cuyo fallecimiento reciente había supuesto una gran pérdida para la ciencia y para la Iglesia. La opinión de Bellarmino es muy importante, pues fue determinante en los acontecimientos de 1616; se encuentra expresada en carta al carmelita copernicano Paolo Foscarini (8): la inmovilidad del Sol, según Bellarmino, no es tema relativo a la fe ex parte objecti, pero sí ex parte dicentis, y por tanto debe aplicarse ahí el mismo criterio que la Iglesia venía siguiendo en materia de exégesis: si hay una razón fundada en contra de la literalidad del texto (razón fundada puede ser, por ejemplo, la incorporeidad de Dios, si es que se habla de sus pies y manos), la Iglesia lo interpreta siempre de acuerdo con el consenso de los Padres. En consecuencia, la Iglesia interpretará el pasaje de Josué y otros análogos si se le presenta una demostración concluyente del heliocentrismo.

La falsa demostración por el flujo y reflujo de las mareas, que Galileo estaba considerando en esa época, no fue tenida en cuenta. Ni siquiera había una demostración moral por refutación de otros sistemas del mundo, pues también el sistema de Tycho Brahe explicaba, o «salvaba», las fases de Venus y los demás fenómenos observados, o «apariencias».

En ausencia de esa prueba, el copernicanismo debe ser por tanto sostenido y enseñado, en opinión de Bellarmino, como una hipótesis que salva las apariencias, es decir, como una hipótesis de cálculo al estilo de las esferas tolemaicas, sin que se pueda hablar de movimiento real de la Tierra. Recordemos que en aquel tiempo la Astronomía estaba ligada a las Matemáticas más que a la Filosofía Natural. De ahí el carácter hipotético de las ideas astronómicas: eran ficciones que facilitaban el cálculo, y no se consideraba la posibilidad de su realización en la naturaleza. Esto estaba conforme con el prólogo de la obra de Copérnico, pero Galileo sospechó que el prólogo era una impostura. Recalquemos aquí que Bellarmino consideraba que Galileo no tendría problemas «mientras no entrase en la Escritura» (8). En cuanto a la obra de Copérnico, opinó que bastaba con exigir alguna anotación al texto, sin llegar a prohibirla (9).

Febrero de 1616. Una comisión del Santo Oficio es consultada acerca de la tesis de movilidad de la Tierra e inmovilidad del Sol defendida por Galileo en su ensayo Sobre las manchas solares. Al día siguiente, y al término de una sola sesión de deliberación, la comisión encuentra que la tesis es formalmente herética y filosóficamente absurda (10). Afortunadamente, el Cardenal Gaetano y el futuro pontífice Urbano VIII, Cardenal Maffeo Barberini (11), mostraron al Papa Paulo V las fundadas razones del carmelita Foscarini y de Galileo para no considerar materia -de fe ex parte dicentis -ni, por tanto, materia de herejía- algunas afirmaciones bíblicas, a pesar de que no hubiera fundamento en contra: por ejemplo, que Tobías tuviese un perro, o las afirmaciones sobre temas estrictamente naturales (4).

Como consecuencia, en el único documento oficial, el emitido dos semanas más tarde por la Congregación del Índice, se habló tan sólo de una doctrina «falsa y totalmente opuesta a la Escritura» (11), pero no ya de herejía formal, esto es, de oposición en materia de fe. Como observa Bradmüller, con esto se evitó que Galileo fuera calificado de hereje -ni siquiera fue mencionado-, ni tampoco Copérnico, en cuyas hipótesis y cálculos derivados se basaba la reforma católica del calendario. Estos cardenales consiguieron asimismo que no se prohibiera la obra de Copérnico, sino que sólo se suspendiese temporalmente, hasta que se corrigieran algunos pasajes en los que debía incluirse explícitamente la palabra hipótesis. Hecho esto, en 1620, se levantó la suspensión sin que nunca después la obra de Copérnico haya sufrido prohibición alguna. Importa, pues, subrayar que el proceso que se siguió años después, en 1633, fue un proceso personal contra Galileo por un delito de desobediencia, pero no contra el copernicanismo.

2. El proceso a Galileo (1633)

En 1620 es elegido Sumo Pontífice con el nombre de Urbano VIII el Cardenal Maffeo Barberini, hombre culto, amigo de Galileo y con un nuevo talante: ya como Papa recuerda a quien tilde de herético al heliocentrismo que nunca ha sido declarado tal; y que se trata sólo dé una opinión temeraria por haber sido declarada opuesta a la Escritura (12). Parece ser que aplaude el proyecto de un diálogo con Galileo en que se expongan las razones a favor y en contra del heliocentrismo, tratado éste hipotéticamente, conforme al decreto de 1616. En todo caso, Galileo se lanza a escribir este diálogo confiado en los nuevos vientos propicios, que sobrestima (13). Es evidente, y consta además en carta ( 14) a Diodati, que Galileo intenta en realidad en estos diálogos, terminados en 1631, una confutación del geocentrismo (para el que se aportan argumentos simplones) y una demostración del heliocentrismo, no como hipótesis de cálculo, sino como verdad de la naturaleza. La prueba aportada es de nuevo el flujo y reflujo de las mareas (en la cuarta jornada), sin la cual la postura de Galileo quizá hubiera pasado por hipotética y sin problemas.

Así pues, Galileo contravino de hecho el decreto de 1616 y por esto fue acusado, y también por haber obtenido el permiso eclesiástico de publicación de modo fraudulento o poco claro, extremo que Galileo negó hasta el final (28).

¿Quiénes fueron los acusadores? Aunque nadie lo sabe a ciencia cierta, algunos dan a entender que pudieron ser los jesuitas (15), sus defensores de antaño, sumados a sus enemigos de siempre, que habían conseguido pasar la pelota definitivamente a la Iglesia. Descartado el sistema tolemaico por las fases de Venus, y relegado el copernicanismo a una condición hipotética en ausencia de pruebas, los jesuitas habían optado por el sistema de Tycho Brahe (16), que, sin entrar en conflicto con la Escritura, salvaba las mismas apariencias (recordemos que esta reciente solución de compromiso ponía a los planetas en movimiento en torno al Sol, y éste a su vez en movimiento en torno a una Tierra en reposo). Galileo, que respetaba el sistema de Tolomeo, siempre despreció como tibia esta solución. En realidad, quizá la rechazaba porque, a pesar de su artificialidad resultaba más difícil de refutar que el sistema de Tolomeo.

Las opiniones sobre teorías «estrictamente naturales» pueden ser materia de fe o herejía.

Pero la razón fundamental para la nueva enemistad de los jesuitas fue la reacción (18) de éstos en defensa del Padre Grassi y del Padre Scheiner, insultados por Galileo de modo inaceptable en sendas polémicas: con Grassi por una cuestión acerca de la naturaleza de los cometas, en la que el jesuita se acercó más a la verdad (Galileo atribuía el fenómeno a una ilusión óptica). Con Scheiner, violento como el mismo Galileo (y esto le perdió), por un debate sobre la naturaleza de las manchas solares -en el que Galileo tenía razón- y por una desgraciada cuestión de prioridad sobre su descubrimiento, en el que probablemente los dos -es decir, ninguno- tenían la razón.

Los enemigos -quizás el mismo Scheiner- estaban entonces muy cerca del Papa, y Galileo pensó que habían logrado disponer contra él la mente de su antes amigo (17), y esto hasta el final. En carta del 25 de julio de 1634 (durante su reclusión en Arcetri) cuenta Galileo a Diodati cómo el padre Griemberger, del Colegio Romano, declaró a un amigo suyo que «si Galileo hubiese sabido mantener el afecto de los Padres de este colegio, viviría glorioso en el mundo, no hubiera sucedido ninguna de sus desgracias, y hubiera podido escribir a su arbitrio de cualquier materia, incluido el movimiento de la Tierra» [cfr. también (19) y (20)].

Los acusadores del Diálogo ante Urbano VIII le hicieron ver probablemente que él era Simplicio, el simplón defensor incombustible del más cerrado aristotelismo, en la obra de Galileo. Éste había puesto en boca de Simplicio un argumento conocido como del Papa (20): a pesar de la fuerza de la prueba de las mareas, Dios podría haber dispuesto que la causa de éstas fuera otra distinta al movimiento de la Tierra. Aunque esto es estrictamente verdad la causa real, apuntada por Kepler y Newton, es la atracción lunar, la intención de Galileo era que Simplicio invocase la posibilidad de un milagro en las apariencias (algo así como en la Eucaristía) para negar contra toda evidencia el heliocentrismo.

Por las cartas de quienes departían en esos días con el Papa, sabemos que éste se indignó y montó en cólera (21), especialmente por el abuso del imprimatur por el que fuero inculpados todos los responsables (34) (aunque también lo era el Papa) (21). Con esta acusación, y la de haber desobedecido en el Diálogo el decreto de 1616 al defender la verdad del copernicanismo (23), Galileo es llamado a Roma para declarar ante una comisión de expertos creada por el Papa a ese efecto, y no ante la Congregación del Santo Oficio, lo que se interpreta como un gesto de benevolencia (22). A pesar del peligro que suponía este viaje a sus 69 años de edad, no se atendió a excusas: se puso a su disposición una litera (24).

En el interrogatorio del 12 de abril se le acusó de haber contravenido con su Diálogo un mandato explícito impuesto a él personalmente tras la consulta de 1616 por el Cardenal Bellarmino de parte de Paulo V. Se conservaba un documento en el que Bellarmino informaba que su admonición había sido llevada a cabo y aceptada y «fue del tenor» de que no mantuviera ni enseñara «de ningún modo» el movimiento de la Tierra (25). Galileo respondió que no recordaba que Bellarmino, ya fallecido, le prohibiera en esa ocasión enseñar el heliocentrismo «de ningún modo», como tampoco lo prohibía así el decreto de 1616, y les mostró una breve certificación manuscrita de Bellarmino sobre el contenido de la conversación: en efecto, no se decía «de ningún modo» (25). De hecho, Galileo afirmaba que le quedó la idea de que podía enseñar el heliocentrismo al modo ex hypothesi y que sólo así lo había expuesto en el Diálogo (26). La manifiesta falsedad de que hubiera hablado ex hypothesi en su obra figura advertida en todos los informes subsiguientes de los miembros de la Congregación (27), y uno de ellos, el Cardenal Maculano -simpatizante de Galileo y del copernicanismo-, le avisó privadamente (28) de que decir tal falsedad bajo juramento imprimía al proceso un mal giro y le aconsejó que reconociese que en su diálogo se hablaba absolutamente y no ex hypothesi. Así lo hizo Galileo tras releer un ejemplar de su obra, y en seguida pidió ser oído por la Congregación; su nueva declaración fue tomada el 30 de abril. Pero aparte la contradicción con la declaración anterior que esto suponía, Galileo desgraciadamente añadió que su intención en el Diálogo no había sido demostrar, sino confutar, el copernicanismo, aunque quedará la impresión contraria por haberse dejado llevar de la vanidad de quien muestra su habilidad probando una proposición falsa. Declaró además que desde 1616 tenía a la Tierra por inmóvil (29).

Estas afirmaciones eran evidentemente falsas. Urbano VIII pidió que se le exigiera decir la verdad, incluida la amenaza de tortura (amenaza formal. habida cuenta la edad de Galileo, como este y sus jueces sabían)

Las ideas astronómicas eran ficciones que facilitaban el cálculo, y no se consideraba la posibilidad de su realización en la naturaleza.

Si se ratificaba, debía exigírsele que lo hiciera bajo juramento solemne; es decir, que abjurase del copernicanismo (30). Así sucedió, y así es como se llegó a la abjuración (31). Su Diálogo fue prohibido y se le prohibió enseñar el copernicanismo «en modo alguno» (32).

Como pena por haber sido hallado «vehementemente sospechoso de herejía», se le impuso «cárcel formal» (32), lo que supuso el confinamiento en su propia villa de Arcetri, cerca de Florencia, aunque antes se le retuvo varios meses en el palacio episcopal de Siena hasta que hubo cedido la peste que se había desatado en Florencia.

En Arcetri vivió confinado hasta su muerte en 1642, cuidado primero por su hija sor María Celeste, y a la muerte de ésta por su discípulo Viviani y otros dos discípulos escolapios. Aunque nunca llegara a ver una cárcel ni antes, ni durante, ni después del juicio (32), la reclusión en Arcetri, combinada con sus achaques y enfermedades de vejez, y su ceguera desde 1637, resultó sumamente penosa para Galileo (33). Las cartas que escribe desde Arcetri son desgarradoras. Pero sin duda más doloroso fue el sufrimiento interior por haber sido juzgado como sospechoso de herejía por parte de las autoridades de la Iglesia, a la que sólo deseaba servir, como tantas veces escribió. En vano suplicaron sus amigos la gracia de la liberación al Papa (34), quien expresaba su temor de que ésta supusiera un nuevo motivo para suscitar el tema del heliocentrismo, que por cierto se extendía de modo imparable (35). Al morir Galileo en 1642, Urbano VIII denegó hasta el permiso para la dedicación de un monumento funerario, pues «había muerto en penitencia» (36).

En Arcetri, Galileo llevó a cabo una intensísima labor científica. Paradójicamente, debemos a este confinamiento la redacción de sus Discorsi articulando de modo congruente sus ideas definitivas sobre cinemática (a la cual había dedicado sus aún imperfectos escritos juveniles). Ésta fue la gran aportación de Galileo a la Física. Ya abrazaba este proyecto (37) hacia 1609, pero hubo de verse interrumpido durante veintitrés años por el encuentro con el telescopio.

3. Contrapuntos sobre el proceso

No entraremos en la cuestión de si la Biblia contiene o no la revelación divina o si la Iglesia Católica está o no investida de autoridad para enseñarla o interpretarla, pues son éstas cuestiones de religión más allá del propósito de este artículo.

Tampoco tocaremos la cuestión de si la Iglesia tiene derecho a imponer su autoridad mediante sanciones temporales. En continuidad con el delito de «Lessa Maestá» en la Antigüedad y Alta Edad Media es éste un rasgo histórico común con la historia de las otras confesiones religiosas cristianas y no cristianas, y con las revoluciones ideológicas liberal y marxista. Debemos asumirlo como un aspecto superado (casi universalmente) de la historia de la humanidad. Digamos que se trata del aspecto negativo de la unidad -hoy perdida- en la cosmovisión del hombre antiguo.

Todo esto se suponía allí y entonces. Por tanto lo supondremos aquí metodológicamente. Esto resta interés al proceso de 1633, pues fue un juicio personal por una evidente desobediencia, y nos permite centrar nuestro análisis en el decreto de 1616. Quisiéramos ofrecer contrapuntos a algunos lugares más o menos comunes en interpretaciones apologéticas o abiertamente opuestas de este Decreto.

Suele decirse que ambos, Galileo y la Iglesia, erraron en el propio campo y acertaron en el campo ajeno. Sin llegar a negarlo, quisiéramos matizar mucho en qué sentido sucedió así: la autoridad romana, representada en Bellarmino, señaló que la hipótesis copernicana no quedaba demostrada por el hecho de que salvase las apariencias, es decir, porque implicase todos los fenómenos astronómicos observados. No es cierto que Galileo no comprendiera esta acertada puntualización. Entendió que el salvar las apariencias sólo aportaba una presunción de probabilidad a la tesis copernicana (38) [mucho más probable si hubiera incluido las leyes de Kepler; pero Galileo nunca citaba a Kepler, cuyas obras, escribe, ni el mismo Kepler entendía (39)]. El error de Galileo en el terreno científico estribó en tener por concluyente la prueba de las mareas, cuya falsedad fue prontamente identificada por los bien asesorados teólogos.

En el terreno teológico el error de los eclesiásticos no consistió en declarar formalmente herético el copernicanismo, pues hemos visto que esta calificación fue enmendada en el documento oficial. Aquí el error consistió más bien en llamar «falsa» a la que debió calificar como doctrina «no probada», y en llamar «totalmente opuesta a la Escritura» a una opinión que sólo «literalmente se oponía» a la interpretación estricta de algunos pasajes de la Biblia. La opinión no se oponía realmente a la Escritura y versaba acerca de algo meramente científico. Si alguien afirmara, en cambio, que el universo no ha tenido principio, sino que existe eternamente, expresaría una doctrina que, aun tratando de materia natural, puede oponerse, y de hecho se opone, al sentido de la Escritura (41) (<estrictamente científica, esto es, sin ninguna implicación teológica, por el mero hecho de hallarse en la Biblia algunos pasajes que podían interpretarse en contra de ella. Debió entenderse, con San Agustín, San Jerónimo y tantos otros, que simplemente se hablaba según el modo de expresión de la época.

Cabría escapar argumentando que al evitar la calificación de herejía se utilizó la expresión no tipificada omnino Scripturae adversantis, que era susceptible de interpretaciones benignas como la antes citada de Maffeo Barberini, o como la oposición total a la Escritura en lo literal. Pero entonces se pasa la responsabilidad del error al proceso de 1633, que inequívocamente lo interpretó como oposición al sentido de la Escritura, ya que en el proceso se inculpó a Galileo por haber mantenido como probable una opinión declarada opuesta a la Escritura; y al encontrar finalmente a Galileo altamente sospechoso de haber mantenido la opinión copernicana, se le acusó de «vehemente sospecha de herejía».

En general, parece que el proceso de 1633 interpretó el Decreto en sus aspectos ambiguos del modo más inconveniente para Galileo. Se especula a veces que, si éste hubiera reconocido su desobediencia, probablemente habría quedado todo en una suspensión de su Diálogo, danec carrigatur, al modo de la obra de Copérnico en 1616. Se hubiera evitado la prohibición absoluta, y la condena y abjuración. Eso es también lo que parece esperar Gali1eo durante el juicio (42). Pero quien lee las cartas de la época y advierte el tenso ambiente 'que se respiraba entre bastidores puede dudar de esa piadosa opinión (43).

4. Contrapuntos en torno al tema del proceso

Comentamos ahora algunos aspectos actuales en tomo al tema mismo del proceso y a las consecuencias de éste. Se entiende a veces que la teoría de la re1atividad ha convertido en físicamente equivalentes los sistemas de Tycho Brahe y de Copérnico. La cuestión, estrictamente hablando, estaría vacía en su aspecto científico. Pero no es así. La habitación en la que se escribe este artículo sería un sistema de referencia inercial si la Tierra estuviese en reposo, como creía Tycho Brahe, pero puesto que la Tierra gira, se trata de un sistema acelerado, ya que posee aceleración centrípeta. Por consiguiente, también en la teoría de la relatividad especial son ambos sistemas distinguibles. Por supuesto que en relatividad general ambos sistemas son equivalentes; pero invocar la relatividad general sería ya saldar la cuestión «a cañonazos».

En otro orden de ideas, se recuerda a veces que las proposiciones cien tíficas no son demostrables sino sólo falsables por la experiencia. Esto es verdad predicado de proposiciones universales, tales como «El hierro se dilata con el calor» o «Todos los cuervos son negros», y por tanto, de las primeras proposiciones postuladas en las teorías científicas.

En efecto en estricta lógica, solo quedarían probadas tales proposiciones universales con una imposible experiencia que observase todos los hierros o todos los cuerpos o todos los objetos individuales a que extensionalmente se refiere la teoría. Pero cabe concebir experiencias que prueban proposiciones científicas particulares, tales como “El planeta Tierra se mueve”. De hecho, el movimiento telúrico fue científicamente demostrado por la aberración de la luz, por paralajes y por el péndulo de Foucault, por lo que la Iglesia levantó la prohibición del Diálogo el 8 de octubre de 1741 (cfr. Opere XIX, p. 292), y el 16 de abril de 1757 la prohibición de obras relacionadas (cfr. Opere XIX, p. 419).

Podrá parecer paradójico, pero opinamos que quizá no haya resultado la postura de la Iglesia tan perniciosa para la ciencia como suele decirse. Al no dar por probado lo no probado, contribuyó a aclarar el sentido de la demostración en la ciencia desde sus inicios, y por otra parte espoleó la búsqueda de verdaderas demostraciones. Y aun la aportación de la prueba falsa de las mareas resultó útil, pues trajo este fenómeno al debate astronómico, y una correcta interpretación de ellas por parte de Isaac Newton contribuyó a la Ley de Gravitación Universal.

No es tan evidente, bajo análisis histórico, la extendida afirmación de que la actitud de la Iglesia impidió el inicio de la ciencia y la desplazó del Mediterráneo católico hacia los países del Norte. Pudo haber sido, pero no fue así: antes estaba ya en el norte -pensemos en Tycho Brahe o Kepler- y luego siguió en los países del Sur -Fermat, Descartes, Torricelli, Leibniz-. Descartes escribe en abril de 1634 a Mersenne: «Sé bien que se podría decir que todo lo que los inquisidores de Roma han decidido no se convierte por ello en artículo inmediato de fe, y que para ello primero sería necesario que fuera aceptado por el Concilio».

Por otra parte, no parece que la Iglesia impidiera el nacimiento de la ciencia, sino más bien al contrario. No ya porque la revolución copernicana respondiera a una consulta de la Iglesia -lo que puede resultar anecdótico-, sino porque en Occidente la Iglesia mantuvo durante siglos la llama de la sabiduría clásica: Filosofía, Lógica, Geometría y Astronomía en las escuelas monacales y catedralicias, que derivaron en las universidades donde esto sucedió. Las quaestiones disputatae de Filosofía eran allí una palestra para la argumentación lógica, y en ese ambiente hizo sus balbuceos la ciencia.

Buridan y Oresme enseñaron en el siglo XIV la teoría del impetus o virtus impresa (inercia) en el móvil separado ya de su motor. Para Buridan, este ímpetu permanecía eternamente en ausencia de influencias externas. Su discípulo Oresme, luego Obispo de Lisieux, sostuvo el movimiento de rotación de la Tierra. La teoría del ímpetu permanecía en el ambiente y vamos a rastrear brevemente alguna vía por la que nos consta influyó en Galileo.

Sabemos el predominante papel que ha jugado la cinemática de Galileo -descripción matemática del movimiento- en el nacimiento de la física newtoniana. Recordemos por otra parte una reciente investigación (40) de William Wallace mostrando la influencia de la enseñanza del Colegio Romano de los jesuitas en la gestación de la ciencia galileana. Por una carta a Belisario Vinta (37) y evidencias en otros manuscritos, sabemos que Galileo poseía ya en 1609 todos los elementos para desarrollar su cinemática, tal y como la leemos en los Discorsi, redactados entre 1634 y 1637, éste era entonces su proyecto, pero, como hemos dicho tuvo que esperar veintitrés años de interrupción por su dedicación a la Astronomía, desde el encuentro con el telescopio hasta el confinamiento en Arcetri. He aquí esos elementos:

1) Una correcta idea de lo que debía ser el armazón lógico de una ciencia -con su «ascenso» inductivo de la experiencia a los axiomas, seguido del «descenso» deductivo desde éstos- y del papel de la Matemática en la Física, de la cual debía considerarse ciencia subalterna. Ahora bien, esta idea de ciencia era enseñada por profesores de Lógica del Colegio Romano, comentando los Analitica Posteriora de Aristóteles, en una interpretación sana y viva, simultánea con la otra tradición peripatética textualista y muerta, que tantas veces denunció Galileo como privada del verdadero espíritu de Aristóteles (él mismo se autodefinió al final de su vida como un verdadero aristotélico [40]). El papel de la Matemática en la Ciencia de la Naturaleza fue enérgicamente defendido por Clavius. Las notas del Colegio Romano fueron prácticamente transcritas por Galileo en un ensayo sobre Lógica con muy ligeras variantes, aproximadamente en el mismo tiempo en que escribió su Teoría Motu Antiquiora, que, corregida por observaciones posteriores constituye la base de la cinemática en su obra posterior. Así pues, esta teoría se vio influida en su estructura -como la obra entera de Galileo- de la idea de ciencia, y su articulación lógica, expuesta en el Colegio Romano.

2) Una comprensión correcta de los tres tipos de movimiento físico: el movi miento uniforme, el de caída libre, y el movimiento del proyectil. La etapa de experimentación (planos inclinados, péndulos, etc.) que siguió a su Teoría Motu Antiquiora -especialmente de [602 a 1609- le permitió comprender algunos errores cometidos en ésta. Así, por ejemplo, Galileo había creído que el incremento de la velocidad en la caída de los graves era uniforme en el espacio, no en el tiempo. Su comprensión de estos fenómenos, aunque no formalmente redactada y articulada, era ya correcta en 1609, como afirma en carta a Belisano Vinti (37).

Ahora bien, estos tres tipos de movimiento (aequalis, naturalis, violentus) eran debatidos en el Colegio Romano y las diversas soluciones -aportadas por los escolásticos medievales eran enseñadas por los padres Menu, Vitalleschi, y especialmente Rugiero y Valla. Wallace (40) aporta bastante evidencia de que estas lecciones eran conocidas por Galileo, y fue profundamente influido por su temática. Particular importancia tiene el movimiento uniformemente acelerado (en el tiempo) en la caída de los graves, descubierto por el dominico segoviano Domingo de Soto y enseñado por éste en la Universidad Complutense en 1521 y 1522 (si bien no redactó hasta 1554). Luego fue transferido por el padre jesuita Francisco de Toledo, alumno de Soto en la Universidad de Salamanca, al Colegio Romano, dónde es recordado por Rugiero. Finalmente, el padre Andrea Eudaemon-Joannis, que aprendió en el Colegio Romano esta doctrina, la lleva consigo a Padua, donde reside desde 1599 hasta probablemente 1604. Recordemos que allí era entonces profesor de Matemáticas Galileo Galilei, y consta que ambos mantuvieron conversaciones sobre la caída de graves.

Estas influencias no privan de extraordinario mérito a Galileo pues él supo ampliar con acierto el papel de las Matemáticas y del contraste experimental concedido hasta entonces a las ciencias de la naturaleza. Pero devuelven su crédito al Medievo y a la Iglesia.

Finalmente se presenta a menudo el caso Galileo como típica instancia de hostilidades entre Iglesia y ciencia. Sin embargo, no es posible citar un análogo, de modo que más bien debiera hablarse de un malentendido propio de los comienzos. Si se trae a colación la actitud de la Iglesia frente al evolucionismo o la Bioética como modernas versiones del caso Galileo se olvida que la Iglesia se extralimitaría si tomara posición en la evolución animal o en la viabilidad técnica de la ingeniería genética, pero no excede su campo cuando enseña que el alma no puede ser resultado de la evolución animal o sobre la moralidad de algunas prácticas genéticas. Una injustificada injerencia de la Iglesia en el terreno científico no ha vuelto a repetirse.

Por el contrario, quisiéramos armarnos de valentía, aun participando de la general simpatía hacia Stephen Hawking, y terminar señalando que en su famosa Historia del tiempo (44) se ha dado una injerencia de signo contrario: ha sobrepasado el autor los límites metodológicos de la Física al afirmar que la actual teoría del Big-Bang necesita de la Causa Primera prevista en Filosofía: y que quizá una nueva teoría en ensayo con ausencia de Big-Bang (midiendo el tiempo con números imaginarios) permitiría prescindir de esta Causa. Se olvida que ninguna teoría física puede implicar ni descartar la idea filosófica de Dios como Causa Primera del mundo, pues esta idea no se refiere propiamente al inicio temporal (45) (46), como Hawking pretende, sino al ser de lo creado.

1. Martin Luthers Werke. Tischreden IV. Weimer, 1916. n. 4.648.

2. «Ad lectorem de hypothesibus huius operis», en De Revolutionibus Orbium Caelestium.

Bellarmino, 19-IV-1611. (Todas las cartas citadas se hallan por orden cronológico en los volúmenes X a XIX de Opere de Galileo Galilei, A. Favaro, 20 volúmenes.) Los cuatro jesuitas son Clavius, Griemberger, Sembo y Maelcotro, 24-IV-11. '

4. Galileo a Cristina de Lorena, Opere V. pp. 309-348. '

5. Cigoli a Galileo, 16-XII-IO.

6. Pedersen, O., «Galileo and the Council of Trent», Studi Galileani, vol. 1, nº 1. Specola Vaticana, 1983.

7. Conti aG., 7-VII-12 y ll-IV-14.

8. Bellarmino a Foscarini, 12-IV-15. Cfr. G. a Dini (Opere XII, 1124) y “Considerazioni circa l'opinione copernicana” de Galileo (Opere V, pp. 349-370): Galileo entiende bien la hipótesis de Bellarmino como ficción para el cálculo. También en Dini aG., 7-I1I-15. Ciampoli a G., 21-I1I15: Galileo no tendrá problema si «no entra en la Escritura». También opina así M. Barberini, futuro Urbano VIII.

9. Dini a G., 7-I1I-15: informa de la postura de Bellarmino respecto del copernicanismo.

10. 24-II-16,Opere XIX, p. 320. Cfr. Guicciardini a Cosimo 11, 4-I1I-16. El Papa y Bellarmino querían que el Santo Oficio actuara del modo en que lo hizo el 24 de febrero de 1616. Cfr. G. a Picchena, 6-I1I-16: Galileo interpreta el decreto de la Congregación del Índice: ex profeso que la opinión copernicana no es discordante con la Escritura. Y de tales libros no hay más que una carta de un Padre Carmelita Foscarini». (Observemos que Galileo ha sido más reverente con la Iglesia que sus enemigos de la Liga).

11. Buonamici, Diario, 2-V-1633 (recogido en Opere XIX): narra las gestiones de los Cardenales B. Gaetano y M. Barberini. Decreto 5-I1I-16, Opere XIX, p. 323: No se prohíbe la doctrina quovis modo.

12. G. a Cessi, 8-VI-24.

13. Ibid. Guiducci a G., 6-IX-24.

14. G. a Diodati, 29-X-29.

15. Roberto Galilei a su padre, 22-11-34: «Éstos son frutos de la envidia que nacen de la astucia y la malignidad de los jesuitas, que no quieren ver más virtud que en ellos mismos».

16. Ver, por ejemplo, Il Saggiatore, capítulo 6.

17. G. a Diodati, 15-1-33: los jesuitas han vuelto la mente del Papa contra él. Cfr. Oda de M. Barberini a G. en Barberini a G., 28-VIII-20. También G. a Ladislao IV de Polonia, VIII-36.

18. Torricelli a G., l1-IX-32. G. a Diodati, 25-VII-34 y Castelli a G., 19-VI-32: Scheiner palidece de ira al oír alabar el Diálogo. Cfr. Rinuccini aG., 2-XIl-23: reacción corporativa de los jesuitas frente al ataque de G. A Grassi. Fabri a Gassendi, 25-VI33: Scheiner trabaja ex profeso contra Galileo. Lodovico Kepler a G., 6-11-38: Scheiner persigue también la obra póstuma de su padre, Johannes Kepler.

19. G. a Diodati, 25-VII-34.

20. Magalotti a Guiducci, 4-IX-32. Cfr. carta del 26- VII-36. '

21. Niccolini a Cioli, 5-IX-32 y G. a F. Barberini, 13-X-32: el Papa montó en cólera, a pesar de lo cual creemos que su principal móvil fue la defensa de la fe. (Cfr. Niccolini a Cioli, 18-IX-32). Relación de Buonamici, julio 1633 (Opere XIX, p. 407): el Papa había aprobado el Diálogo.

22. Niccolini a Cioli, 18-IX-32.

23. Opere XIX, p. 326: el punto 6) enuncia el «cuerpo del delito».

24. Opere XIX, pp. 281 Y 335: la excusa no es aceptada. Nicco1ini a Cioli, 11-XI-32: se dispone para el viaje de G. una litera.

25. Opere XIX, p. 278, Documento 3-I1I-16: el Cardenal Bellarmino ha depuesto su relación de haber advertido a G. de no sostener el movimiento telúrico. No se dice quovis modo. Opere XIX, p. 321, Doc. 251I~16: el Papa ordenó a Bellarmino advertir a Galileo se abstuviera de enseñar huiiis modi esta doctrina (es decir, mantenerla «de este modo» no hipotético). Doc. 26-11-16: se dice que Bellarmino ya ha prohibido a Galileo mantener el copernicanismo quovis modo. Opere XIX, pp. 345 Y 348: G. enseña el autógrafo de Bellarmino, donde no se precisa quovis modo. '

26. 12 de abril de 1633: Declaración de Galileo, Opere XIX, pp. 336-342.

27. Opere XIX, pp. 348 y ss.

28. Maculano a Barberini, 28-IV-33. Castelli a G. 2-X-32: el Cardenal Maculano es partidario de que las cuestiones naturales no se decidan por la Sagrada Escritura.

29. Opere XIX, p. 342, 30-IV-33: declaración espontánea de G. Cfr. G. a Dioati, 29-X29: en el Diálogo demuestra el copernicanismo y refuta los otros sistemas.

30. Opere X, p. 360: «Simus decrevit, ipsum interrogandum esse supper intentionem, etiam comminata ei tortura».

31. Opere XIX, p. 361, 21-VI-33: último interrogatorio; pp. 402-407: sentencia y abjuración; p. 411: Galileo pidió que no le obligaran a decir que no había sido católico, ni que había intentado engañar.

32. Opere XIX, p. 283: decisión de Santo Oficio y certificado de la abjuración; p. 284: habilitación en Roma en el palacio del Duque de Etruria y luego en Siena en el palacio del Arzobispo. G. a Diodati, 26I~34: afirma haber sido siempre bien tratado y que jamás ha visto una cárcel.

33. G. a Diodati, 4-VII-37, 2-1-38 y especialmente 17-VIlI-38. Muzzareli a F. Barberini, 13-11-38: informe sobre el estado deplorable de G., que aconseja la liberación, al menos para asistencia médica (ésta se concede en contestación a 6-I1I-38).

34. Opere XIX, p. 286: deniegan la liberación total. Niccolini a Cioli, 3- VII-33: se pidió clemencia una vez más. Todos los implicados en el «imprimatur» van a ser sancionados. G. a Cioli, 23- VII-33: el castigo durará lo que decida el Papa.

35. Niccolini a Cioli, 13-XI-33.

36. Opere XIX, p. 290: se niega un monumento funerario á G.

37. G. A B. Vinta, V-10.

38. Por esta razón se embarcó G. en la cuarta jornada de su Diálogo en la tarea de refutar la opinión de Tycho Brahe y demostrar la tesis copernicana; los argumentos de las jornadas anteriores sólo prueban que el movimiento de la Tierra es consistente con las apariencias.

39. Citado por A. C. Crombie, Historia de la ciencia. De San Agustín a Galileo, vol II, Alianza Universidad, Madrid, 1987.

40. Wallace, W., Galileo and his sources. Princeton University Press, 1984. Ibid., p. 348: sobre el aristotelismo de Galileo.

41. Denzinger, 502: Es contradictorio a la fe católica «conceder que el mundo fue ab aeterno». '

42. Castelli a G., 19-V,33.

43. Niccolini a Cioli, 5-IX-32: informa de las opiniones del Papa sobre el futuro proceso de 1633. F. Barberini a C. Monti, VI33.

44. Hawking, S., Historia del tiempo. Del BigBang a los agujeros negros. Ed. Crítica, Barcelona, 1988.

45. Encíclica Humanae Generis, Pío XII.

46. Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, cap. XXXVIII: «Razones con las que algunos se empeñan en demostrar que el mundo no es eterno». Señala que estas razones no son concluyentes aunque tengan probabilidad, y así, pues, < pretenden demostrar que el mundo tuvo un inicio temporal, como desafortunadamente interpreta Hawking.















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